Tomamos cientos de decisiones todos los días, muchas de ellas sin apenas darnos cuenta. Esta falta de control voluntario o consciente sobre nuestras decisiones hace que en ocasiones no estén alineadas con nuestras metas y valores, sino con creencias tóxicas sobre nosotros mismos o los demás que pueden llevarnos obtener resultados poco deseables.
Un buen ejemplo es el denominado síndrome del impostor. Las personas que lo padecen tienen dificultades para asumir o interiorizar sus éxitos, incluso cuando todo el mundo a su alrededor es plenamente consciente de su competencia. Esta dificultad les lleva a vivir constantemente con la sensación de que tarde o temprano los demás se darán cuenta de su (falsa) incapacidad y destaparán su verdadera realidad. La persona se siente como un fraude, como un impostor que esta constantemente a punto de ser descubierto, y cuando las cosas salen bien, tienden a interpretar sus éxitos como golpes de suerte o como el fruto de la competencia de sus compañeros o colaboradores.
Al no tratarse de un cuadro o síndrome clínico tipificado en los manuales de diagnóstico, es difícil tener datos de la prevalencia o frecuencia con la que aparece este problema. Algunos estudios hablan de que el 70% de las personas han tenido en algún momento de sus vidas una experiencia de este tipo (nota 1), aunque la frecuencia de personas que lo padecen de forma mas o menos crónica es muy inferior, por debajo del 10-15%. En un primer momento se vinculó a mujeres en puestos directivos, pero los trabajos más recientes muestran que se trata de un fenómeno que se da igualmente en los varones.
Como consecuencia las personas tienden a reaccionar tomando decisiones que en ocasiones son auténticos actos de autosabotaje. Estas decisiones son el resultado de su actitud o postura ante sus creencias tóxicas y pueden agruparse en dos grandes categorías: rendirse ante la supuesta evidencia que describe la creencia o tratar de compensarla de alguna manera. En el primer caso tenemos personas que aun siéndo extremadamente brillantes se conforman con puestos poco exigentes en donde no corren el riesgo de ser descubiertos. Muchas veces su talento acaba haciéndose patente en aficiones o actividades que tienen lugar lejos del trabajo, donde se sienten a salvo de la evaluación.
En el otro extremo están las personas que contraatacan, es decir que bajo el supuesto de su incompetencia, tienden a imponerse un nivel de exigencia extremo, muy por encima de las necesidades reales o expectativas de los demás. Este nivel de exigencia se traduce en actitudes extremadamente rígidas y perfeccionistas, provocando importantes consecuencias en las diferentes esferas de sus vidas.
La solución pasa inevitablemente por un proceso de descubrimiento y experimentación personal. En función de la intensidad y la duración del problema, puede ser necesaria la ayuda de un profesional. Una herramienta tremendamente útil para empezar es el feedback de 360 grados o feedback multifuente. En este procedimiento las personas cercanas valoran de la forma más objetiva posible su percepción a cerca del rendimiento o personalidad del evaluado. Típicamente se realiza en las empresas donde, la propia persona, sus superiores, colaboradores y personas del mismo nivel jerárquico en la compañía llevan a cabo su valoración en las mismas áreas, pero de forma independiente. Aunque, como hemos dicho se trata de una herramienta generalmente ligada al entorno profesional, cada vez es más frecuente incluir la evaluación de personas del entorno personal para enriquecer los resultados. Al analizar las respuestas, la persona tendrá la oportunidad de descubrir las discrepancias entre su percepción y la de los demás, y con la ayuda adecuada, tendrá la oportunidad de generar algunas hipótesis sobre el origen y consecuencias de estas distorsiones.
El segundo paso es realizar una serie de experimentos personales. Si hemos llegado a la conclusión de que nos exigíamos en exceso o por el contrario estábamos dejando pasar importantes oportunidades, es el momento de transgredir esos limites absurdos que nos hemos impuesto. Para conseguirlo debemos convertirnos en auténticos científicos y actuar durante algún tiempo «como si» nuestras creencias acerca de nosotros mismos estuvieran equivocadas. Esto puede implicar hacernos más visibles para nuestros superiores, asumir ciertos riesgos en nuestro trabajo o algo tan sencillo como reducir el número de revisiones que llevamos a cabo antes de entregar un documento. Se trata a fin de cuentas, de comprobar durante algún tiempo cómo nos iría si esas creencias fueran falsas, y así, poder recuperar el control sobre nuestras decisiones y nuestra vida.
Por otra parte cabe preguntarse qué pueden hacer las empresas cuando detectan que un empleado presenta los síntomas que hemos descrito. Ante todo actuar con objetividad. Los programas de detección de talento pueden facilitar la detección de personas competentes que pasan desapercibidas por este problema. Facilitarles oportunidades adecuadas de promoción y la ayuda necesaria para progresar de acuerdo con un plan de carrera acorde con su talento. Los líderes y supervisores tienen un papel fundamental ya que la forma en la que administran el reconocimiento ante los logros puede ser determinante en la evolución del síndrome. Este reconocimiento debe hacer referencia explícita a la capacidad y esfuerzo de la persona de la manera más concreta posible, señalando las competencias o habilidades que han sido claves en la consecución del éxito.
En cualquier caso las personas con este problema tienen la oportunidad de volver disfrutar de su talento y de sentirse mucho mejor en sus trabajos, bien sea siguiendo los consejos que hemos facilitado o, en los casos más extremos con la ayuda de un buen profesional.
NOTA 1. Gravois, J. (2007). You’re Not Fooling Anyone. Chronicle of Higher Education, 54(11).